Hace varios días que busco un cadáver. Me siento un poco como en esa leyenda del asesino del Che, huyendo por caminos de perseguidores imaginarios, o de sí mismo hasta el suicidio. Sé que difícilmente podría soportar la conciencia del asesino del Che, si apenas puedo soportar la del asesino de un gato, que incluso podría andar vivo.
Mira que se me han cruzado delante del coche gatos, perros, pájaros, jabalíes, zorros, ciervos e incluso un lagarto negro, del tamaño de una nevera y probablemente extinto, en una isla volcánica en mitad del Atlántico. La semana pasada, además, había cruzado España en coche, de Santiago de Compostela a Murcia, saltando de librería en librería sin tocar el suelo, que es como se viaja en sueños, en sueños de escritores. A lo más que había llegado es a decorar el parabrisas con vísceras de insectos, como esas estrellas que se cruzaban en el parabrisas del halcón milenario cuando pasaba a hiperpropulsión.