El que menos hablaba en el piso de estudiantes de Pamplona era David, lo que le convertía también en el más inteligente. David se había ganado una merecida fama de intelectual a base de silencios, una buena colección de autores rusos en la mesilla de noche, y un rictus con el que parecía que la cultura le había abrazado como Alien la cara de John Hurt, dejando para los demás humedad y tentáculos. Fue descorazonador que llegara aquella tarde presumiendo de peluquería, lo que probablemente no fue más allá de la sorpresa de escucharle decir algo tan mundano como que había ido.
David era un influencer, cuando todavía no existía la palabra, y allí que fuimos todos en turnos, determinados por el crecimiento del cabello. Desde la puerta uno ya se daba cuenta de que nada más cruzarla te iba a cambiar la vida, igual que cuando entras en la facultad por primera vez. La música y las luces le daban un aire a sala de spinning, cuando todavía no había spinning. Y todas las empleadas parecían sacadas de pelis futuristas en las que un multimillonario acude a las oficinas de un rascacielos a visitar a sus clones en formol.