En el piso de al lado viven tres policías que se han animado a echarse novias y a acostarse con ellas. Una vez hubo guardias civiles y también se echaban novias. El sexo y la playstation se han convertido en la banda sonora de mi ecosistema. Por su culpa he desarrollado una absurda destreza para descifrar el éxito o el fracaso de historias de amor con agudos y un morse violento, de pulsaciones de somier contra una pared. Podría pasar los dedos por las muescas de su cabezal como si leyera braille, y luego recitar sus romances como cantares de ciego.
Y eso que el piso no es paredes finas. Como aquel de Orense en el que vivían mis padres cuando mis hermanas eran pequeñas, y que cuando de noche les pegaba un grito para que se callaran y apagaran la luz, el único que obedecía era el vecino, como confesó su esposa en el ascensor llorando de la risa. Si es que es imbécil, les decía.