Ya que a escribir se aprende por envidia, en la universidad podría haber dicho que quería ser periodista en Galicia para hacer reportajes como los de Rivas, sobre niñas desaparecidas en el monte, o niños vikingos en Santa Mariña; o embarcarme con pescadores del Gran Sol y confundir en mitad de la noche un barco que surca olas gigantes con un helicóptero; y enumerar los naufragios de la Costa da Morte, con sus playas amanecidas de mandarinas, y de botellas de Champagne, y de aquella leche condensada que los vecinos confundieron con pintura y provocó el verano con más moscas de la historia. Y contar el hundimiento del Palermo en 1905, con sus veintidós tripulantes, y la “música estremecedora” que hizo que se le saltara el corazón a toda la Costa al escuchar en mitad de la noche su cargamento de acordeones interpretado por las olas.
Quizá porque leíamos a Rivas muchos queríamos ser Rivas, y que si hubiéramos leído a otro querríamos ser ese otro, o no querríamos ser nadie, ni siquiera periodistas. Es un poco lo que me pasó con las columnas. Podría decir que empecé a escribirlas porque empecé a leer a Gistau y a Jabois, pero también que casi no empiezo a escribirlas porque no me gustaba leer columnas, algo que no te supone ningún problema para ejercer el periodismo, si encima no soportas a los columnistas.
La primera vez que viví solo fue cuando me fui a trabajar a Madrid. Alquilé un estudio horrible cerca de Alonso Martinez, oscuro, sin televisor y milagrosamente sin agua fría. Era imposible acabar con las cucarachas, hasta el punto de que una mañana me desperté con una en la barbilla asomándose a mis ronquidos. Allí se produjo una lucha interna entre mi yo escritor y mi yo periodista porque tenía miedo por las noches. Se me ocurrían cosas terribles que solo lograba ahuyentar poniendo Radio Nacional de España. Era como un yonki desintoxicándome de la imaginación. Aunque creo que no me he desintoxicado del todo, porque hoy desde mi escritorio contemplo a lo lejos los aviones que se dirigen al aeropuerto de Ibiza; y no pasa un solo mes en el que no sueñe que se estrella uno y me pongo a cubrir el suceso.
Un día, ya viviendo en Ibiza, tuve que ir a trabajar a la redacción de El Mundo en Madrid. Me dejaron un ordenador próximo a un tío nuevo, enorme y barbudo, que estaba sentado en una de las mesas de la sección de nacional. El tío no hablaba con nadie, o quizá nadie hablaba con él. Miraba casi todo el tiempo la pantalla, como si se hubiera puesto una serie de televisión, pero allí no había nada, o al menos nada que pareciera trabajo. A veces juntaba las manos como si rezara, y otras hacia un cuenco y respiraba dentro. Parecía muy concentrado o muy enfermo, pero de una forma muy profesional, tanto que era incapaz de escribir una sola línea. Cada vez que levantaba la cabeza del ordenador lo veía igual. Respirando.
En un momento que fui al baño, o a la impresora (no hay muchos sitios a los que ir), me planté junto a su mesa y le pregunté en voz baja a una compañera si aquel gigante, al que le señalé con un tirón de cuello, se le pagaba por respirar. La compañera me respondió que era un columnista, un fichaje estrella de Pedro J. Lo dijo bastante alto, y con tonito de desprecio, como si aquel tipo fuera sordo, o de piedra, o habláramos de las deposiciones de un bebé al pie de su carrito. Acompañó la frase de un arqueo simultáneo de cejas y labios. De esa forma que hoy en día solo puede traducirse con un, “tócate los huevos Mariloli”.
Al poco la cosa empeoró porque el gigante echó el teclado a un lado, puso los brazos sobre la mesa y enterró la cabeza en ellos. Muy probablemente se quedó dormido. Se supone que le pagaban por escribir columnas, pero en realidad le pagaban por pensar, y a eso había venido. Hay un cuento de Fontanarrosa, otra vez Fontanarrosa y nunca serán suficientes, sobre un pensador al que invitan las universidades para que vaya a pensar. El hombre se sienta en un auditorio delante de cientos de alumnos y piensa. No dice ni una sola palabra. Simplemente va cambiando de postura cada cierto tiempo mientras pone cara de concentración. Al cabo de una hora se levanta y los alumnos aplauden.
Cuando llegué a trabajar al mundo de Madrid en el año 2000 para escribir la frase del tejadillo, por aquella redacción creada por Pedro J se paseaba Eduardo Inda, Alfonso Rojo, Tomás Roncero, Isabel San Sebastián, Javier Ortiz, Paco Frechoso, Manolo Rico, Lucía Méndez, Cerdán y Rubio, Carlos Carbajosa, Casimiro García Abadillo, Victoria Prego, John Müller, Pedro Cuartango, David Jiménez, Albert Montagut, Ana Romero, Pilar Urbano, Rubén Amón, Carlos Boyero, Mario Tascón, Jesús Cacho, Antonio Lucas, Pedro Simon, Ignacio Camacho, Fernando Múgica, Fernando Garea y muchos otros nombres importantes de los que con seguridad me estoy olvidando. Aquello que había armado Pedro J no era una redacción, era la historia del periodismo español. Algo así solo podría volver a repetirse de existir una especie de Harlem Globetrotter de la prensa, que se juntaran de vez en cuando en una web solo para escribir artículos de exhibición. Pedro J podía haber dicho que tener tan buenos periodistas es un contratiempo solo comparable al que afectaba al capitán del portaviones Fierce Toad, Olwen D.Moore, inventado por Fontanarrosa, quien declaró que “el trabajo en un portaviones sería muy sencillo de no ser por la presencia de los aviones”.
Pero entonces los que se paseaban por la redacción no eran los buenos. Había un estatus superior, que como en todas las profesiones eran los que no venían, los Gabriel Albiac, los Luis Antonio de Villena, Carmen Rigalt, Manuel Hidalgo, Antonio Gala, Antonio Burgos, Eduardo Mendicutti o Umbral. Tenían reservada la contra, o su cara salía dibujada en la página dos, para que fuera lo primero que se encontrara el lector después de la portada. Eran los de la sección de opinión, y yo no los leía jamás. El status no te lo daba el careto dibujado, ni la posibilidad de escribir lo que te diera la gana, sino no tener que levantarte para ir a currar por las mañanas.
De ahí que no tuviera ningún sentido que ahora me hubiera encontrado en Madrid frente a un tipo dormido junto a su teclado al que presuntamente pagaban por pensar, y que imaginé que había venido precisamente a que viéramos como pensaba. Es decir, para que viéramos que no había agravio comparativo con los que no cobrábamos por pensar. Es decir, quería que viéramos que le llevaba un montón de tiempo y esfuerzo elaborar sus cuatro párrafos de mierda. No se podía caer más bajo. En aquello vi además una gran inseguridad por su parte, ya que a los columnistas del año 2000 les daba exactamente igual si todo el mundo imaginaba que redactaban sus textos en gayumbos en jornadas laborales de cuatro minutos, o si sus intrincados razonamientos eran en realidad los del portero de su finca.
Volví a preguntar su nombre, ésta vez para que no se me olvidara, y que cada vez que me encontrara con su careto en una página pudiera pasar de largo sin remordimientos. Su nombre era David Gistau, y por culpa de aquella decisión perdí años de sentir envidia, lo que suponía que había perdido años de mi propia vida.
Siempre pienso que el 11-S había tipos en las redacciones de los Estados Unidos escribiendo horóscopos, o la crítica a un programa de la tele en el que un tipo tratara de batir el récord Guinness de retretes rotos con la cabeza. No me imagino mayor demostración de talento que ese día alguien consiguiera que la gente se leyera en España cosas como la crónica de la vuelta ciclista, especialmente si no te gusta el ciclismo. Recuerdo cuando mandaron a Gistau al Mundial de Sudáfrica. Había días que le tocaba cubrir unos partidos malísimos, para los que a lo mejor le reservaban tres o cuatro míseros párrafos en una columna. Cualquier otro habría liquidado aquello de cualquier manera, entre la indignación y la indiferencia por el partido, solo superada por la que tenían sus jefes. Pero Gistau lograba que por aquellos tres o cuatro párrafos de un partido cuyo resultado y transcurso te importaban un pimiento, mereciera la pena haber comprado el periódico.