He tenido que subir al tejado de mi edificio. No es que me sienta especialmente orgulloso, pero uno nunca sabe cuándo afrontará el último gran reto de su vida. El paisaje era magnífico, salvo por la horda de vecinos que me acusaba haber tratado de inundar trece áticos.

Rodeaban algo enorme que goteaba, y que al parecer me pertenecía, como esos músculos que no sabes que existían hasta que te empiezan a doler. Me recriminaban que no le pusiera solución, quizá con antorchas en las manos, porque me sonó tan fácil como a que pusiera solución a lo de mi raza.

El periodista en el tejado, en EL MUNDO