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ERA CUESTION de tiempo que los vendedores ambulantes senegaleses me pusieran un apodo. Demasiados años cruzándonos cada día a las ocho y media de la mañana por una playa casi desierta de Ibiza, en la que indistintamente del senegalés, cuando le pregunto cómo está, siempre me contesta: «Lo veo todo muy negro».
Tampoco cambian mucho mis conversaciones con Litz y Gail, dos abuelas inglesas con las que comparto zona de baño tras su paseo y mi running. Se burlan de mi lentitud para entrar en el agua recordándome mi condición de gallego, como si mi piel de gallina mancillara la memoria de Castelao, y haciéndome dudar de si mi infancia en Sanxenxo comenzaba con la familia haciendo un agujero en el hielo. Esta semana rompieron el guion para preguntarme si esos de Podemos iban a llenar de okupas los pisos. Una preocupación que coincidió con el anuncio de que nuestra rutina en Platja d’en Bossa transitaba por el veraneo más caro de España, con los alquileres de 70 metros cuadrados rondando los 2.000 euros de media a la semana, y la habitación de hotel los 300 euros la noche.