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Ibiza, refugiados, siria, UE
MUCHO ANTES de lo de los refugiados, el bisabuelo de mi amigo Xescu formó parte de una flota de contrabandistas que recorría la distancia entre Ibiza y Argel en barquitas a vela. Una vez les agarró un temporal tan intenso que su compañero ateo se encomendó a la Virgen, lo que no evitó que acabaran encallando en la costa de África. Por suerte fueron rescatados por los nativos, aunque al final aquello se convirtió en el peor momento del viaje, porque al verles encender una hoguera, creyeron que iban a comérselos.
Supongo que en la imaginería de los refugiados sirios que están llegando a la costa europea, a muy pocos se les pasó por la cabeza este recibimiento de canibalismo moderado. Ese que alberga una zancadilla, una valla con un vagón de tren, y un bote de gases lacrimógenos; como tampoco ser objeto de un desasosiego inspirado en una leyenda urbana, que ha sido elevado a declaración oficial. Un desasosiego de contrabandista de otro siglo, que pone en peligro no ya los estados del bienestar, sino la permanencia de la especie. El mensaje caló en mi padre, que me lo soltó mientras mirábamos a unos niños que gritaban apilados en un tren: «La pena es que entre toda esta gente están viniendo terroristas».