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En una clase de primero de Periodismo el profesor repartió un texto. Era medio folio que resumía a grandes rasgos el estado de un paciente. Alguien que no podía valerse por sí mismo, que había que alimentar, lavar, y que se hacía sus necesidades encima. Su cuerpo permanecía tumbado, aunque en ocasiones podía estar levemente incorporado. Eso sí, muy poco tiempo, ya que con frecuencia movía sus extremidades sin control, como en un espasmo, y en no pocas ocasiones de forma agitada, lo que provocaba agresiones involuntarias de escasa importancia.
También ponía que el paciente no podía comunicarse con su entorno. Ni siquiera a través de signos o movimientos con las cejas, o pestañeos, porque no procesaba el lenguaje. Emitía sonidos sin ton ni son, casi siempre gritos que, según su familia, se hacían muy difíciles de soportar a altas horas de la noche, que incluso molestaba a los vecinos, que también se habían quejado. Pero lo peor era el llanto. Lloraba prácticamente todos los días durante largo tiempo. Su entorno las identificaba casi siempre con el dolor, pero los médicos les explicaron que en muy pocas ocasiones eran por este motivo.