UNO DE LOS asuntos que más me inquieta de la turismofobia, esa tendencia a odiar al guiri que invade nuestro espacio, y que ahora se ha puesto tan de moda, es no tener muy claro si a partir del solsticio de verano el guiri soy yo, aunque no me haya ido a ninguna parte.
El monocultivo turístico ha inundado hasta tal punto el territorio que me cuesta reconocerme en mi propio ambiente. Paseo por las mismas calles pero ya no hablo el idioma de la mayoría. Me he levantado de la cama y he aparecido un lugar en el que ya no soy bien recibido. Voy a desayunar pero en cafetería de siempre alguien está en mi mesa, están vaporizando el ambiente y el camarero ha sido sustituido por una niña tatuada con el ombligo al aire que me da la bienvenida a Ibiza. Y no le falta razón.