Cuando nací mi padre era viejo. Tenía 39 años y le daba vergüenza que con tres hijos criados le vieran con un carrito de bebé. Cuando me escolarizaron la cosa empeoró, porque mis compis me preguntaban si el hombre que me esperaba en la puerta era mi abuelo. Supongo que en algún momento de mi vida me prometí que no sería un padre viejo, y así lo creí cuando las matronas me pusieron a Iago en brazos a punto de cumplir los 39.
No recuerdo exactamente el día en que ocurrió, pero debió ser en una de esas noches en las que acabas deambulando por la casa a las cuatro de la madrugada como una aparición de ‘El sexto sentido’. Vas a la nevera, mueves a tu primogénito de la minicuna al cuco y del cuco a la hamaquita, te encuentras con el gol de Ramos en Real Madrid TV, confiando en que en una de estas el balón dé en el poste y tengas que avisar corriendo a la UEFA, y al entrar en el cuarto baño descubres ante el espejo a un tipo al que le han espolvoreado las patillas con azúcar glas, y cuyo pelo de la frente ha emprendido una retirada hacia lugares inverosímiles, como la nariz y el interior de las orejas, donde crece con la convicción de espinas de merluza.