Yo tendría unos diez años cuando a mis padres les dio por hacerse hippys. Vendieron todo lo que tenían y se compraron una casita en San Benito de Cova do Lobo, un lugar que durante ocho meses al año se convierte en las tierras pantanosas de Dagobah, donde Luke Skywalker aprendía a convertirse en Jedi, y cuyo autobús termina su ruta en un sanatorio psiquiátrico.
Bebíamos el agua de nuestro pozo, quemábamos nuestra basura, comíamos lo que mi padre extraía de un pequeño huerto, matábamos culebras, alimentábamos erizos, y de vez en cuando retirábamos los cadáveres del gallinero porque un zorro o una jineta lo habían reducido a un amasijo de sangre, plumas y vísceras. En verano me despertaba con el gallo y me dormía con los búhos, o con el aullido de perros asustados por el corretear de jabalíes. El resto del año me despertaba con la niebla que ascendía desde el Miño, y me dormía con el hielo, al que aprendí a respetar como si de la congelación de la realidad dependiera el crecimiento de mis huesos.