Una de las cosas más divertidas de ser padre es acojonar a los que no lo son. A esos amigos que se lo piensan, o que esperan serlo por una razón tan incuestionable como aplazable. Te lanzan largos cuestionarios como quien no quiere la cosa, y luego se meten en tu casa a observar tu modo de vida, mientras van tomando notas mentales que siempre imagino reproducidas en su mente con la visión romántica de Félix Rodríguez de la Fuente: “En la agreste infancia de la meseta burgalesa pedía a mis buenas niñeras del páramo que me contaran una historia de lobos, y con esas historias me dormía, arrullado por la seguridad de la casa, dulce y confortable”.

Algunos ya llegan espantados de mis columnas. Me llaman por teléfono y se interesan por mis noches en vela tratando de frenar un hipo, por los 1.400 balanceos de cuna necesarios para dormirlo, y que cuento porque no tengo otra cosa mejor que hacer; por mi vida de sherpa, o por la razón por la que mi mujer ya no me habla si no es para darme una orden de cuya ejecución siempre parece que dependa que el bebé siga con vida.

Manual para la extinción de la especie en GQ