Uno de los problemas de tener un amigo psiquiatra es que corres el riesgo de acabar desarrollando un trastorno obsesivo compulsivo. Lo que se llama un TOC, en sentido coloquial, lo que nos lleva a plantearnos hacia dónde nos están llevando algunos coloquios. No es que tenga un gran concepto de mi salud mental, pero confiaba en escribir algunas columnas más antes de acabar desnudo en una esquina del salón alimentándome de mis propios excrementos. O en el peor de los casos, como descubrió una amiga a Pete Doherty hace unos veranos en un hotel de Ibiza; con dos chicas sentadas en la cama mientras él, con toallas empapadas en los antebrazos, dibujaba con su sangre una púa en la pared.
Cuando te vas de cañas con tus amigos no sueles tener presente que entre ellos se encuentra un psiquiatra, lo que te lleva a hablar de manera imprudente de la cobra de Bisbal, de la soledad de Mourinho en el hotel The Lowry, viendo centrales por los pasillos como gemelas en ‘El respaldor’, o de si nos dejaríamos adoptar por María Dolores de Cospedal, y en qué ministerio. No recuerdo de qué hablábamos cuando de repente me señaló con la caña, todavía con el trago en la boca, como si quisiera brindar con mi cabeza, y con una mirada me convirtió en Mark Horton, el nadador australiano que se fue a Río a ganar los 400 libres, y se libró de un cáncer de piel porque un telespectador le vio un lunar en la clavícula y le mandó un email.