Una vez tuve un 99% de posibilidades de viajar a México, pero ganó el 1%. Casi nunca gana el 1%. Ahora al 1% le llamamos Iago, tiene once meses, pesa más de nueve kilos, es calvo y me observa desde una hamaquita con cabeza de Marlon Brando en Apocalyse Now, esperando que rebane una vaca. Me agarré tanto a mi 99% que cuando me anunciaron el embarazo de riesgo seguí buscando mezcales, desiertos, y calculando si el fracaso del 1% llegaría a tiempo para la observación del tiburón ballena.
Pero todo había terminado. Lo sabía porque los había visto y no quería convertirme en uno de ellos. Todos los hemos visto. Y hemos torcido la cara, o les hemos lanzado una sonrisa misericordiosa o de alivio más bien. Hablo de esos padres viajeros, esos padres sherpa con las extremidades colapsadas, que bajan aviones, suben jardineras y atraviesan fingers con la mirada del Everest. El bebé y la madre se llevan la gloria, pero detrás hay un tipo que hace la misma ruta colocando las cuerdas de escalada, portando la comida, la tienda, las bombas de oxígeno. Llegué a preguntarme si un padre que viaja se vuelve más eficiente en el uso del oxígeno, si es verdad que el flujo de la sangre debajo de la lengua no se les ralentiza por encima de los 3.500 metros.