No sé desabrochar un sujetador. Nunca he sabido. Mi relación con ellos ha sido la misma que con el bricolaje. Además renuncié a aprender por culpa de esos traumas que te regala la adolescencia, esa etapa inconsciente de la vida en la que cuando crees estar a punto de alcanzar objetivos que solo habitan en tu imaginación te topas con barreras insalvables. Nada hace presagiar que en ese primer momento un sujetador vaya a convertirse en un gol en el descuento cuando ya estabas acariciando el título.
Los hombres estamos diseñados para pasarnos la adolescencia fingiendo conocimientos de los que carecemos, y muy especialmente del conocimiento de que todo el mundo sabe que finges. Recuerdo a la chica, recuerdo un jersey amarillo, un perro histérico que daba vueltas alrededor del sofá, y un primer beso que nos dimos como un susto. Pero sobre todo recuerdo el chasquido de su lengua antes de apartar mis dedos de los corchetes, como para evitar que escarbando le provocara un neumotórax. Nada podía salir bien después de ese chasquido, que todavía rebota por las paredes de mi autoestima.