Lo mejor de ser turismofóbico es no tener que hacer la maleta. Ahorrarte eso de no saber qué zapatos llevas, de meter lo justo para no facturar, el agua templada de los aseos de los trasbordos. Y ya no digo lo de sacarse el carnet para todos los museos, buscar en la guía el restaurante decorado con calaveras, el Japan Rail Pass, el teleférico de primera hora, que es el único que te lleva a la cima del volcán, la libreta en la que apuntas chorradas, o recetas de mole, o pegas posavasos de licores balcánicos, y en la que dejaste que aquella niña camboyana te dibujara una muñeca zombi recortable.
El código ético del antiturismo lleva implícito no convertirse en uno, no ser parte de la plaga, y dar ejemplo renunciando a enriquecer tu vida conociendo mundo. Uno no puede arriesgarse a visitar un lugar con la excusa de que no está saturado. Los caminos de la saturación son inescrutables. El manual del buen turismofobo receta que cuando uno sienta un deseo irrefrenable de viajar se haga una pancarta a si mismo, en plan ‘Ricardito go home’; o se encierre en el baño con una bomba de humo a tirarse confeti por la cabeza.
¿Cómo acabar con la turismofobia?, en EL MUNDO