El interrogatorio fue breve, aunque lo suficientemente largo como para convertirme en sospechoso. Era la primera vez que la policía me hacía preguntas personales para renovarme el pasaporte. Primero el agente dijo el nombre de un bar, con mucha emoción, y luego el de una sala de fiestas. «La mejor de Orense», insistió. Pero yo no tenía ni idea. Sabía que por mucho menos algunos no lograban la nacionalidad. También pensé que podía ser una trampa y que ninguno de esos lugares existía. Hasta que el recuerdo le dibujó una sonrisa que dedicó al techo, para evitar que la pantalla del ordenador eclipsara su dicha.

Cuando volvió a mirar al frente y se encontró conmigo me miró con tristeza, y empezó a pasar las hojas de mi pasaporte viejo, que arrancaba con la foto de un tipo melenudo en camiseta, y ojos dispuestos a gastarse las hojas sucesivas como fichas de tiovivo. Allí estaban los sellos de Tailandia, Japón, Estados Unidos, Brasil, Argentina, Emiratos Árabes. Entonces sacó unas tijeras enormes y con un solo corte dio por consumidos los últimos diez años de mi vida. Luego me lo lanzó con desdén, como reconociendo que quizá era de Orense y simplemente nunca había sido feliz.

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