Hace como doce años, una becaria me mandó un correo electrónico que ponía «tetas» en el asunto. Recuerdo que lo abrí esperanzado, pero allí no había ninguna teta, sino algo tremendamente aburrido, como una noticia, o una petición de libranzas. Acababa de descubrirme el marketing viral. Un poco más abajo se explicaba: «Disculpa, pero pensé que así lo leerías enseguida». Aquello me hizo reflexionar, y replantearme cosas sobre mi vida, como si merecía la pena empezar a abrir correos con otros asuntos.

Aún conservo relación con la becaria. Le ha dado por crecer, y ya tiene dos hijos, lo que demuestra que su crueldad no tiene límites. Una vez creí haber ligado en la inauguración de una exposición. Yo miraba un cuadro y una chica se acercó por la espalda. Me sonrió con coquetería y empezó a hacer comentarios sarcásticos sobre la pintura con una copa en la mano, como en una peli de Woody Allen. Se lo comenté a un compañero, que fingía mirar un cuadro para poder beber, y me reveló que la chica era nuestra becaria desde hacía pocas semanas. Salí de allí enseguida. La chica debió tardar un poco más porque, cuando la volví a ver, hace dos fines de semana, yo estaba en un cumpleaños con mi hijo, y ella era la madre de dos, mientras le daba al tercero la teta.

El asunto, en EL MUNDO