A LOS 15 me daba mucha vergüenza que mis compañeros de instituto me vieran volver a casa en el autobús de Toén, porque su ruta terminaba en el sanatorio psiquiátrico de Orense. Aunque muchos lo sabían, en lugar de burlas, se regocijaban con algo mucho más doloroso, un respetuoso silencio. A uno de ellos, Alexandre, le encontré el otro día en Facebook disfrazado de ratoncita Minnie, antes de tirarse a una piscina de Allariz, mientras su hija le grababa con un móvil para certificar el cumplimiento de una apuesta.
Más de veinte años después, descubro en mis vacaciones en Galicia que el autobús de Toén ya no termina en el sanatorio psiquiátrico porque han trasladado a sus enfermos al Hospital Cristal Piñor, en la misma ruta, y escasos metros de mi casa. Por sus jardines, construidos en los años cuarenta para aplacar la tisis, y en los que yo jugaba de niño, inventan ahora rutas lentas y desacompasadas individuos solitarios, algunos enzarzados en un monólogo intenso, incluido el mecánico del helicóptero, al que observo sospechoso tras la verja del helipuerto, que le da cierto aire de superviviente en la prisión de The Walking Dead.