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HUBO un tiempo en el que lo más importante de las cenas de empresa era no sentarse al lado de Ramón. También había que tomar otras precauciones, pero si uno era heterosexual, con no sentarse al lado del gigantón de Ramón era suficiente. Solo unos pocos años después, descubro que lo más importante de las cenas de empresa es tener una empresa para ir a cenar.
No siempre por gusto, y no hablo de Ramón, pude seguir el consejo de no liarme con nadie en estas cenas navideñas. Ni siquiera a la que acudí con una medio novia, y de la que volví sin ella entera cuando un fotógrafo apareció dando saltos por el bar con sus medias en la cabeza como un bufón de licra. Desde entonces consideré la parte aburrida de la mesa un valor refugio. Fui yo el que buscó sentarse al lado de aquella secretaria de casi 90 años, que todavía hablaba cuatro idiomas, pero que no oía ninguno. Y también con aquella comercial cincuentona, con fama de loca, y que con alguna copa de más acabó poniéndome una mano en el muslo, para después susurrarme al oído que su marido era homosexual.