TENÍA NUEVE años y supongo que no sabían qué hacer conmigo. Porque un primo de mi madre llamado Ángel, que además era el dueño del bar, me sentó en una banqueta frente a un anciano borracho para que jugara al ajedrez. En ese momento ya llevábamos varias horas moviéndonos por la aldea. Nos parábamos en pueblos minúsculos, algunos del tamaño de un montículo, y mi madre entraba en casas de piedras enormes que parecían hundirse en el barro. Se abrazaba a mujeres de negro que olían a verdura hervida y sostenían extremidades de animales muertos, que dejaban a un lado para llevarme a las cuadras para que viera las vacas, y también los paracaídas.
El anciano jugaba con las negras. Me ganaba cada vez más rápido y cada vez más borracho. Nunca me dirigió la palabra. De vez en cuanto el primo Ángel se acordaba de mí, y salía de la trastienda para comprobar si seguía con vida o también estaba borracho. Le preguntaba al anciano si sabía jugar y éste le decía que no con la cabeza, y entonces Ángel cogió una linterna y cruzamos de noche un sendero salpicado de pastos y luciérnagas para enseñarme las vacas, y también los paracaídas.