Tris fue un perro monaguillo. El mejor perro que tuvimos, si le preguntara a mi padre. Oía misa cada domingo desde el altar, a la derecha de Don Ovidio, mientras contemplaba con pereza los rostros de los bancos. Cuando empezó a adoptar la costumbre algunas ancianas trataron de sacarlo de allí, pero fue Don Ovidio, ya un cura anciano, que había perdido la cabeza y que llenaba sus bolsillos de ferretería, el que decidió que se quedara.
El perro acompañaba los jueves a mi hermano a casa de Don Ovidio, donde jugaban al ajedrez, aunque ninguno de los tres sabía jugar al ajedrez. Y repetía la costumbre los domingos en misa de once. La iglesia de San Lorenzo de Piñor, en la provincia de Ourense, se encuentra en mitad de una grieta en la parte más baja del pueblo, como una piedra enterrada en el barro. Todo el pueblo recuerda a Tris atravesando la niebla con mi hermano en muchos inviernos de hierba mojada, como si caminaran en un caldo de hielo. Mi hermano se colocaba a un lado de Don Ovidio para ayudar a misa, y Tris al otro. Ese es uno de los últimos recuerdos de mi infancia, que tengo que completar con una foto para invocar a un perro mediano, sin raza, pelaje canela y patucos blancos.

Tris, en EL MUNDO