Mis amigos creen que por vivir en Ibiza mi rutina se parece a la de un anuncio playero de cerveza. En su imaginación hay cócteles, topless, sombras de palmeras que les acarician el hocico, y una sucesión de discotecas como naves industriales en las que se exudan medicamentos. Creen que somos inmunes a la vida. Que nuestros cánceres son menos dolorosos, y los pobres que duermen en nuestros cajeros menos desdichados. Si acaso se nos permite un invierno de pueblos fantasma, en los que de vez en cuando se aparece el esqueleto de un joven inglés con la belleza de una noria en Chernóbil.
Alguno diría que en nuestros televisores no sale Rafael Hernando, que nuestros políticos no adjudican a dedo, o que en chanclas es imposible preocuparse por la formación de un Gobierno en Madrid. Mariano Rajoy también ha dejado de estar preocupado por la formación de un Gobierno. Incluso ha dejado de estar preocupado. Su tránsito entre la corrupción le ha dotado de esa supervivencia irracional de la que gozó hasta hace un año Igor Kostin, el fotógrafo de Chernóbil, quien también salió ileso del desmayo de su helicóptero sobre el reactor. Kostin explicaba la radiación como Rajoy lo de Bárcenas, desde un sofá en Kiev cargado de fotografías que demostraban su cercanía a los trajes de los exterminadores, y a sus cuerpos reventados por efecto de la radiación, como si fuera posible que ambos estuvieran allí.