Se llama Celia, como se llamaba mi abuela, y es de Paraguay. Los días que viene a casa me encierro en el baño y leo, con la excusa de no molestar. Estos días paradójicamente ‘Manual para mujeres de la limpieza’ de Lucia Berlin. Celia cree que tengo algún problema proctológico y cuando salgo del baño se solidariza, como si mirarme le diera acidez. A veces la acompañan otras mujeres, también paraguayas. Hablan en guaraní. Desde la taza del váter me gusta imaginar que preparan dardos envenenados como croquetas.

Celia es menuda, de piel oscura y brazos largos que le cuelgan casi hasta las rodillas. Tiene una edad indefinida entre los cuarenta y cinco y los sesenta y cinco. Llegó a nuestras vidas cuando Lur se quedó embarazada y el médico no la dejaba moverse. Antes venía otra, Winnie, que se volvió a Ciudad del Este a montar un negocio de telas. Y antes que Winnie, venía Liz. Su pareja trabajaba de cocinero en un beach club y le pegaba. Tenían dos hijos y cuando se quedó embarazada del tercero huyó a Paraguay. Cuando él se enteró decidió someterse a una operación de reducción de estómago.

La tortuga de piedra, en EL MUNDO