Mi médico de la Seguridad Social es médica. Se llama María Ángeles, trabaja muy poco y no me hace caso, lo cual es bastante diligente dada mi situación. Es posible que sea su único cliente porque cuando voy no hay nadie. Si llego antes siempre acaba de atenderme antes de la hora de la cita y cuando me marcho sigue sin haber nadie. A veces pienso que quizá no sea ni médico, sino una actriz contratada por la Sanidad pública para atender a los tipos que desarrollamos enfermedades que leemos en internet.

Al lado de María Ángeles trabaja un médico de Valencia. Éste sí que tiene clientes para aburrir. Cuando no está María Ángeles le obligan a atenderme. Me he fijado en que siempre tiene las uñas muy sucias. Y en que le gusta aporrear con fuerza el ordenador cuando se le traba. Se escapa a hacer almuerzos muy largos y bebe. Creo que le caigo bien porque me habla un montón. A veces de las dolencias de su lista de pacientes del día, como exhibiendo dotes adivinatorias. Una vez me enseñó a un suicida. Sabía que era él porque entró detrás de mí. Tendría unos 50 años, era gordo y parecía un ganadero. No tenía cara de haber intentado suicidarse. Tenía cara de pedir perdón. Un perdón inconsciente, como de pedir perdón a una vaca. «No tiene que venir, ya le mandé a psiquiatría, pero se cree que soy su amigo», me dice sin esconder su repugnancia.

Pedir perdón a una vaca en EL MUNDO