Me impresiona la gente que, en su ansia por ir de vacaciones a sitios alternativos, acaba en lugares espantosos. Descubrir sitios a los que no va la gente implica descubrir precisamente el por qué. Y lo dice un tipo que tras viajar por cuatro continentes, su máxima aspiración es encerrarse en un hotel, que le pongan una pulserita como a un palomo, como a un palomo imbécil, y fingir durante una semana que su hijo no es suyo, sólo para tumbarse junto a una piscina con un puente, salpicada de palmeras artificiales, y con un mono de plástico que derrame un barreño de agua sobre su cabeza.
Una de las principales tareas de un turista es subirse a los sitios altos, aunque sea sólo para llevarse la misma decepción que me llevé yo al subir a la Torre Eiffel, y descubrir un París insípido, precisamente porque no se veía la Torre Eiffel. Aunque nada que ver con lo que le pasó a un par de amigas que acaban de volver de Canadá, y que gracias a Facebook pude descubrir que no tenía árboles. Sus vacaciones se limitaron a ir de ciudad en ciudad, subirse a un rascacielos con el cielo encapotado, y hacerse fotos panorámicas sobre algo que podría ser Toronto, Montreal, Nueva York o las tripas de un radiocasete.