Siempre he sabido que mi amigo Fernando tenía muchísimo dinero, lo que pasa es que a veces se te olvida y te acostumbras, como si tuviera estrabismo o un labio leporino. Fernando es el típico que te llama y te dice, «vamos a Formentera», y de repente te ves en su yate de catorce metros, con una copa de champagne rosado en la mano y hablando de Podemos. Pero no recuerdas que tiene mucha pasta hasta que de repente le ves dirigir el barco con un mando a distancia que le cuelga del cuello, como un bolígrafo multicolor.
El jueves me volvió a pasar en la cena familiar del presidente de un club de fútbol de Primera División. No me impresionó que su salón tuviera las dimensiones de la finca de mi comunidad de treinta y tres vecinos, ni que en medio hubiera un parque acristalado con césped artificial del tamaño de mi piso, ni el minicine. Como éramos cuatro parejas con ocho niños hasta me pareció lógico lo de las dos niñeras. Pero entonces se produjo un momento en el que me sentí como Julia Roberts en ‘Pretty Woman’. A veces tener dinero no es una cuestión de dinero. Como todos los niños tenían camisetas de ese club de fútbol de Primera División me entregaron una cajita para mi hijo con la equipación completa de esta temporada, y su nombre grabado a la espalda, para que se la pusiera de inmediato y completara su integración.