Además de los domingos, más o menos cuando mis padres salen de misa, tengo por costumbre llamar a casa durante las olas de incendios, más que nada para saber si todavía hay casa a la que llamar. Las madres gallegas retransmiten los incendios como las borrascas y los entierros, como recordando que no somos nadie ante la atmósfera.
La de Galicia hace mucho que es irrespirable, pero como una muerte dulce de brasero. De niño, de adolescente, de universitario, o cada seis o siete años, mi padre repite un ritual que consiste en regar los cipreses de la entrada, confiando en que el fuego se detenga como ante la visión de un crucifijo o una ristra de ajos. En las crónicas de los incendios el miedo se dibuja con forma de tsunami amarillo de veinte metros de altura, pero en realidad hay algo más aterrador: el ruido. Lo recordé al escuchar a la madre de una aldea de Melón contar cómo su niño de cuatro años se había hecho pis encima horas antes de que el fuego devorara su casa, porque eso es exactamente lo que hace el fuego, masticar hectáreas con un crujir de cereales en el desayuno, como el monstruo de un cuento.