De noche, la isla de Formentera, desaparece. Lo descubrí el miércoles tratando de seguir un sendero que debía transcurrir entre campos de higueras, de esas que las estacas ayudan a crecer como platillos volantes, pero que bien podía estar atravesando el Mediterráneo. Acababa de cubrir el partido de Copa del Rey entre el Athletic de Bilbao y el Formentera, y de descubrir que los cronistas deportivos escriben sus textos durante la segunda parte, por lo que cuando salí de allí lo hice atravesando un estadio iluminado y vacío, como extraído de un episodio de The Walking Dead.
De alguna forma que desconozco conseguí llegar al autobús que debía devolverme al puerto para coger el último ferry con destino a Ibiza. Para mi sorpresa el conductor me estaba esperando en la puerta y no era conductor, sino conductora, muy guapa, es decir, acostumbrada a manejar maquinaria pesada, e iba vestida en ropa de spinning. Lo primero que me dijo fue que si no llegábamos al ferry me podía quedar a dormir en su piso. Un canto de sirena que no descifré hasta que la vi girar el volante gigante del autobús como si desenroscara el tapón que hundiría la isla.