Iago ha empezado a levantarse solo, y creo que ya tengo el síndrome del nido vacío. En lugar de venir a mi cama a incordiar prefiere deambular por la casa. Habla a susurros con sus juguetes, o con un paquete de clínex, en su idioma ininteligible de bebé, como planeando una fuga que fracasa con el tintineo de las llaves de la puerta rozando con las yemas de sus dedos.
Es un detalle que intente no despertarnos en sus huidas previas a las siete de la mañana, pero aunque trates de permanecer en la cama pronto te das cuenta de que no tiene ningún sentido. El avatar se desplaza pero eres tú el que desde la cama se corta en el cajón de los cuchillos, o saborea el azul del suavizante concentrado, enciende el horno, vacía los restos del biberón de la noche anterior sobre el cheslong, tira el módem por el balcón o apuñala la tele de plasma con las pinturas de cera. En el mejor de los casos no te despiertas, y entonces amaneces en un salón plagado de varillas de espagueti, lentejas como una plaga de insectos y latas de conserva.