Me ha llamado Gustavo, mi psiquiatra. Los psiquiatras no te llaman, los llamas tú a ellos, y a ser posible nunca. De ahí que durante un buen rato no supiera qué hacer con su nombre en la pantalla del móvil. Gustavo, además, ni siquiera es un nombre de psiquiatra. Un psiquiatra como dios manda tiene que tener nombre y apellido, normalmente del siglo XIX, y para bautizar un reloj suizo, o una caja de chocolatinas.
Hay llamadas que tienen un efecto despertador, y las de los psiquiatras se parecen mucho a las de las ex novias. Estás tranquilamente en el sofá de casa, sentado con tu cordura, y de repente regresas a ese instante de tu vida en el que estabas como José Arcadio Buendía, atado a un castaño y hablando en una lengua ininteligible, que es como se acaban todas las relaciones.