De todos los órganos que se iban poniendo sobre la mesa mis favoritos eran los ojos. Si había cerca algún adulto con un cuchillo le pedía que le sacara alguno al cerdo y me lo entregara. Al globo ocular siempre le colgaba un trozo de carne y yo lo agarraba como a una estrella fugaz por la cola. El objetivo era asustar a mis hermanas mayores, cuyo único contacto con la matanza era aquel ojo que dejaba sobre su colchón, o sobre su plato vacío al poner la mesa, como aquella sopa de Indiana Jones en el templo maldito. Si las pillaba de espaldas les rozaba con el ojo en una oreja, y al girarse les gritaba: «¡Te vi!». Luego me pegaban bastante. Pero siempre merecía la pena.
Risto Mejide dijo que «crecer es aprender a despedirse». Pero si eres gallego añadiría que es aprender a despedirse de un cerdo, por lo menos una vez al año. En la aldea yo nunca dejé de bautizar al mío. E incluso podía seguir refiriéndome a él por su nombre, Tristán o Gonzalo, mientras me comía su hígado cada puente de diciembre, cuando apenas llevaba unos minutos muerto, como si fuera a conferirme poderes sobrenaturales, además de un colesterol perenne; o traían la tina con su sangre extraída de la yugular para hacer las filloas, o empezaban a filetearle la papada junto a una sartén salpicada de sal gruesa, mientras la familia aguardaba en círculo portando pedazos de pan.