Si ponían un tiovivo con tres filas de caballos en el puerto de Sanxenxo significaba que eran las fiestas de Santa Rosalía, y que por lo tanto se acababa el verano. Tardé muchos años en subirme a ese tiovivo, aunque cada tarde obligaba a mis padres a llevarme hasta sus pies solo para contemplarlo. Me quedaba allí quieto, viendo subir a los otros niños con envidia, quizá hasta viendo subir a Jabois con envidia, y luego cómo saludaban a sus padres en cada vuelta. Cuando se detenía mi madre me preguntaban si me quería subir y yo negaba con la cabeza. Un año, mi madre, de la que no diré que es una mujer severa sino simplemente que ha obtenido trofeos en tiro olímpico con carabina, decidió resistir mis patadas, mis gritos y mis manotazos para subirme a la fuerza a un caballo.
Me sé la historia bastante bien porque nunca he traído una pareja a casa que no tuviera que escucharla. Con un final en el que mi madre les suelta, «es un cobarde», y luego les aguanta la mirada como esperando que reconozcan su error por haberme elegido. Si no lo hacían podían escuchar más tarde que también me daban miedo los desconocidos, los conocidos, la lluvia, los trenes, la leche caliente, los vinilos y mis propios juguetes; los que tenían luces y los que hacían ruido, porque me parecía que agonizaban. Y también los santiaguiños, que me obligó a tragar en una escena similar a la del tiovivo pero en una marisquería.