Hay inviernos en la isla de Ibiza en los que tu actividad no dista mucho de la de cualquier trabajador de una plataforma petrolífera, o de esas estaciones en el Ártico, especialmente cuando no tienes novia. Cuando muera y toda mi vida pase ante mis ojos, el tipo que se encargue de seleccionar las imágenes comprobará que el año 2003 lo dediqué a trabajar y a jugar al fútbol en la PlayStation. También que una vez ambas actividades confluyeron, en concreto el 28 de julio, entre los naranjos que rodeaban un chalet de lujo de la carretera de Santa Eulalia, donde la Policía detuvo a once miembros de la camorra napolitana tras desenterrar dos arcones con 235.000 pastillas de éxtasis.

Pero antes de llegar allí tengo que confesar que labré mis mejores amistades en la isla en silencio, y apretando los botoncitos de un mando hasta altas horas de la madrugada, para que Diego Tristán les explicara por mí Galicia a tipos acostumbrados a estar rodeados de agua, y no a que les cayera del cielo. Nos encerrábamos en el piso que había alquilado al lado de Pachá y jugábamos hasta agotar el gas de la estufa, lo que nos obligaba a apretarnos en el sofá con los abrigos puestos, y a mordernos los dedos para no perder la sensibilidad. Mi amigo Mariano era el propietario de la Play, y en cierto sentido del sentido de nuestras vidas. Cómo jugaba mucho mejor que los demás siempre se pillaba el Chicago Fire, porque sus jugadores eran más lentos e imprecisos. Si le marcabas un gol trataba de asfixiarte enrollándote el cable del mando alrededor del cuello, cosa que a base de repetirlo lograba hacer con una sola mano y a gran velocidad.

Colin McRAe en EL MUNDO