Una de las reacciones más comunes en los hombres para recuperarse de una ruptura sentimental es hacer el Transiberiano, pero más que hacer el Transiberiano pensar en hacer el Transiberiano. Lo he escuchado tantas veces que me imagino el tren cargado de tipos paseando con una moleskine sin estrenar y un tarro de pepinillos en vinagre, mirando niebla por las ventanillas durante siete días y seis noches, como si viajaran dentro de un vaso de leche.

Una vez tuve una novia durante tanto tiempo que ya solo podíamos cortar o estar juntos para siempre. En una comida la descubrí moldeando una miga de pan para construir una cuna de bebé del tamaño de su pulgar. Después se la comió. No lo vi venir. A las pocas semanas me engañó con otro y se fue de casa. Cuando trataba de entender lo que había sucedido solo era capaz de recordar la miga de pan. Por eso piensas en hacer el Transiberiano. Y te imaginas por las noches atravesando ocho husos horarios, bebiendo cerveza caliente, comprando huevos duros en los andenes y alimentándote de arenques secos y sopas de sobre hechas con agua caliente del samovar, con la esperanza de que cuando llegues al Pacífico quizá no te hayas recuperado de la ruptura, pero por lo menos descubras que la vida puede ser muchísimo peor.

Un folio en blanco en EL MUNDO