He decidido dejar de correr. Así, de repente. Un poco como Forrest Gump. Después de quince años de runner plasta profesional, hace unos meses que en mitad de la carretera, a unos seis kilómetros de casa, me detuve sin motivo aparente, y tuve que regresar andando. Una horita de paseo con un ángel posado en mi hombro izquierdo que me susurraba, «no corras más», y un demonio en mi hombro derecho que me susurraba, «no corras más».
El problema es que cuando te pasas entre diez y doce horas sentado delante de un ordenador tienes que hacer algo. Y la alternativa es que mi mujer venga de vez en cuando al despacho a inyectarme heparina en la barriga para evitar una trombosis.