Nunca le cuento a mi mujer los días que me veo con Marta. Tampoco le digo lo que me cobra, y eso que últimamente solo hablamos. Tampoco se la describo porque sabe que es de mi tipo, menudita y con cara de gato hambriento. Yo me tumbo, le cuento cosas, y la hago reír. Lo que sea con tal de que no me toque. Yo creo que no se ríe de lo que le cuento. Se ríe porque sabe que me muero de miedo. Cuando se me acerca a los morros tiemblo y le hace gracia.
Solo recuerdo una sensación parecida. Con el primer beso. Pero con todos los primeros besos. Una vez bajé de un avión en Barajas hablando con mi psiquiatra, que en ese momento solo era mi amigo Gustavo, al que le había contado que me venía a recoger una compañera del periódico con la que andaba tonteando. Cuando llegamos hasta la chica a ella se le ocurrió darme el primer beso, con Gustavo pegado a la espalda, y empecé a temblar. Ella me decía que dejara de temblar y me besaba. Al principio en plan cariñoso pero a la tercera lo dijo en alto y bastante enfadada. Gustavo, su mujer, su hermana, el marido de su hermana y los tres hijos de las dos parejas ya no podían mirar para otro lado. Estuve a punto de apartarme y decirle a Gustavo que por favor la besara él. La chica me dejó a las pocas semanas. No estaba dispuesta a seguir besándose con una centrifugadora.