Una de las primeras cosas que me pidió Eduardo Inda cuando me puse bajo sus órdenes en la isla de Ibiza fue que meara contra un muro. Más o menos. El Ayuntamiento de Ibiza había aprobado una ordenanza contra el meado callejero y necesitábamos una foto. Esas cosas pasan en las redacciones. Muchos periodistas hacemos de fumadores, usuarios de internet, maltratadas en penumbra, mariscadores furtivos o contempladores de exposiciones. Un día se te puede acercar un fotógrafo muy justo de tiempo, pedirte que te pongas las manos en la cara, así como avergonzado, y al día siguiente sales de eyaculador precoz.

A un compañero y a mí, Inda nos entregó una camarita digital, y la misión de figurar una meada en el muro del aparcamiento de tierra que había detrás del periódico, sin saber que aquella decisión marcaría el resto de nuestras vidas. Del compañero hasta ese momento sabía poco más que se llamaba Eugenio y que era de Menorca. Ahí empecé a descubrir que los gallegos y los menorquines se parecen muchísimo. Ambos mantuvimos un resignado silencio hasta llegar al muro, como si nos susurráramos el «mexan por nos e hai que dicir que chove» (Nos mean y hay que decir que llueve) atribuido a Castelao. Del que Manuel Rivas ofreció una versión mejorada para explicar la baja natalidad: «El gallego no protesta, deja de reproducirse«. Aquel día ambos salimos de la redacción dispuestos a no reproducirnos.

La meada en EL MUNDO