Me despertaron los gritos de una mujer joven. Abrí los ojos y me di cuenta de que todavía era muy de noche, de que apenas había dormido, y de que estaba desnudo en la cama de una habitación que no conocía. La chica volvió a gritar desde alguna de las estancias de la casa. Esta vez creí que decía mi nombre. Al ponerme de pie me sumergí en agua hasta los tobillos. Estaba templada, lo que no era más extraño que tener agua en la habitación. Traté de encender la luz presionando varios interruptores, pero no había luz. La voz de la chica grito: «No hay luz, ha reventado la caldera». Aproveché la claridad de las farolas de la calle que entraba por las ventanas, y empecé a avanzar hacia la voz provocando un pequeño oleaje, primero en el salón, y después en un pasillo que acababa en la puerta de entrada. Un poco antes se adivinaba el cuerpo de una chica rubia y desnuda frente al cuadro eléctrico. Trataba de subir una y otra vez los diferenciales, que insistían en volver a caer con un chispazo. Cada vez que fracasaba se lamentaba chapoteando con un pie en el agua. Supongo que en ese momento me enamoré, porque no fui capaz de advertirle que a lo mejor estaba a punto de matarnos.
La escena me recordó a un cuento de terror, creo que de Stephen King, en el que un ejecutivo va en un avión en mitad de una terrible tormenta, y es el único pasajero que ve a una especie de duendecillo maléfico sentado en el ala, que juega a destrozar los motores a golpes. Como la chica también era periodista, recordé aquello que nos dicen de que somos océanos de conocimiento con un centímetro de profundidad, en este caso unos diez centímetros de profundidad, lo que significa que como gremio estamos vivos de milagro.