La primavera tiene unas formas extrañísimas de manifestarse, hasta el punto de que no llega a todos al mismo tiempo. Esta Semana Santa, en el paseo de Santa Eulalia, mientras algunos caminábamos todavía con las trencas y los calcetines de lana, apenas unos metros más abajo los turistas se daban los primeros chapuzones de la temporada, como si los de la arriba camináramos junto al anuncio de una estación de metro, en el que la playa es una quimera de papel.
Para los de abajo la primavera empezaba a enrojecer partes de su cuerpo que habían permanecido ocultas durante meses; agarraban puñados de arena con las manos, y la dejaban escapar entre los dedos, como un cofre de monedas de oro; y recordaba la resistencia que ejerce el agua en los pies con largos paseos junto a la orilla. Pero no era menos primavera para los que estábamos arriba, cuya simple visión de los de abajo nos daba cierta esperanza, aunque camináramos todavía con las manos en los bolsillos, y la barandilla del paseo desprendiera un tufillo a vagón y a escalera mecánica.