Acabo de hacer una lista y me sale que en nueve años han dormido en la habitación de invitados cincuenta y una personas, en su mayoría amigos o individuos que se registraron como familiares. Tener una habitación de invitados en la isla de Ibiza es una desgracia como otra cualquiera, y todos mis intentos por clausurarla, como casarme o tener hijos, no han dado resultado.
Cuando compré la casa, y no tenía dinero para comer y pagar la hipoteca al mismo tiempo, mi amigo Mariano, que por entonces se encargaba de gestionar las miserias de un equipo de fútbol sala, me fue gestionando muebles. Un día aparecía con una silla, otro con un espejo, y otro llegó con una tele de tubo que aparecía en la lista de bodas de un matrimonio que ya tenía dos hijos y plasma. Otro día se trajo al portero del equipo, un asturiano que se expresaba con dificultad. Me dijo que a partir de ahora viviría conmigo, al tiempo que me entregó un fajo de billetes de 200 euros, que no sabía ni que existían. Él fue el primer inquilino de la habitación de invitados, y el único por el que cobré.