Cuando lo descubrí casi me caigo a un canal, y eso que más o menos ya sabía dónde estaban, porque llevábamos tres días deambulando por Ámsterdam. Había compartido con el grupo mi preocupación, y ellos también confesaron que notaban algo extrañísimo en la ciudad, pero no sobre lo que había, en plan tulipanes, bicicletas, casitas estrechas con grúas en el tejado y tipos untando croquetas en tostadas con mostaza, sino sobre lo que no había. Era algo fundamental, en plan semáforos y adolescentes tirando la basura, pero no dábamos con ello, hasta que nos dimos cuenta de que llevábamos tres días y tres noches sin ver a un solo runner. Al parecer, en la ciudad más liberal del mundo, nadie parecía interesado en correr en mallas y con un móvil enganchado al brazo, algo que no es de extrañar si te pasas el día de un lado para otro en bicicleta.
No me había asustado tanto desde que fui a Salzburgo y visité esas cafeterías de maderas nobles, con hombres solos que leen el periódico con americana y chaleco, como si estuvieran a punto de apostar contra Willy Fogg. Todo era perfecto, con sus mesitas de tartas y su carta de puros, y su espejo tras la barra del tamaño de una cancha de futbol sala, en el que juegan las bebidas. Hasta que descubrí que solo tenían dos o, en el mejor de los casos, tres marcas de ginebra, y preparaban los gin-tonics con tan poca gracia que te entraban ganas de beberte el florero.