Iago ha aprendido a decir badén. Yo esperaba que este mes aprendiera a decir gol, pero le ha tocado badén. No tenía la sensación de que nuestra vida transcurriera por demasiados badenes, pero a veces hace falta un niño de dos años para descubrir cómo está el mundo. Empezó en una pequeña excursión por la ría de Pontevedra hasta La Toja. La última vez que había recorrido esa carretera conducía mi padre porque yo no tenía carnet, ni quinto de EGB. Y ahora los tenía a los dos en el asiento trasero celebrando badenes.

Me había prometido no volver a ir por allí porque me recordaba a los veranos con la abuela en Sanxenxo, así es que nos fuimos a comer a Sanxenxo, justo al lado de su casa, frente a la playa de Lavapanos. La cosa mejoró bastante porque íbamos vestidos de playa y comenzó a llover. Pero ya no podía seguir escondiéndole a Lur esta parte de mi vida, como si en ese escenario ocultara otra esposa, y otros hijos, que quizá también decía badén, pero con acento de la ría. Aunque algo de eso había, porque le hablé de un primer amor que me trataba con crueldad, como solo puede hacerlo una niña de nueve años.

Badén, en EL MUNDO