Hace muchos años que dejé de gustarle a los mosquitos. No sé cuándo sucedió, pero supongo que, como todas las veces que he creído estar enamorado, fui el último en enterarme de que todo había terminado. Un poco como el personaje de Matt Damon en ‘Infiltrados’, cuando le pide a su chica que cuando todo se acabe, que por favor corte ella, que él es irlandés (aunque también vale para un gallego), y puede vivir con algo que va mal toda la vida.
Es verdad que no me pasa con todos los insectos. La semana pasada misma, entré desnudo en el baño de mi mujer a buscar una toalla, y al sacarla del altillo, una cucaracha marrón, de esas que vuelan, y del tamaño de una tarjeta de crédito, se me posó en un pezón. Lur salió chillando del baño, para lo que tuvo que empujarme contra la taza del váter, y cerró la puerta a su espalda como Sigourney Weaver aislando compartimentos del Nostromo en Alien. Desde el otro lado me gritó con un odio que al recordarlo todavía me tiemblan los dedos sobre el teclado: «¡Y no salgas de ahí hasta que la mates!». Que sonó entre abuela mafiosa encargando asesinatos a hijos y nietos; y una esposa cuyo marido le da por invitar a casa a cucarachas borrachas.