A los 13 años, en la marquesina de autobús de la Caixa Galicia que quizá todavía esté a la entrada del camino a la ermita de San Benito de Cova do Lobo, le pregunté a Eva (nombre real) si podía besarla. Mis hermanas mayores todavía se cachondean de aquella relación porque tanto Eva como yo no veíamos nada. Necesitábamos unas gafas con cristales gordísimos, que por coquetería decidíamos no llevar, y se burlaban con que no sabíamos cómo salir de la marquesina.
La respuesta de Eva fue peor que una cobra. «Los besos no se piden, se dan», me informó. Demasiado complejo para el epicentro del riego sanguíneo de un adolescente. Conseguir un beso iba a ser más sencillo que entenderlo. Pregunté otra vez. Y así hasta que en algún momento supongo que me besó ella. Fue mi primer beso y me lo dieron por aburrimiento. Días más tarde debió ponerse las gafas porque salió de la marquesina para no volver jamás.