Me acuerdo a veces del psiquiatra argentino de ‘No sos vos, soy yo‘, quien decía que en los matrimonios hay días buenos, que son pocos; días malos, que por suerte también son pocos; y luego la gran mayoría de días en las que no pasa absolutamente nada. Uno de esos días, el martes, lo mejor fue que al acabar de trabajar el niño ya estuviera en la cama, porque en la nevera no había nada. Cogí uno de esos mini yogures líquidos para bajarle el colesterol a mi hambre, y me dejé caer en una silla del comedor, que al arrastrarse soltó un leve quejido. Lur dijo desde el sofá que había que comprar adhesivos para las patas, pero como si hablara en sueños. La miré y estaba un poco inclinada hacia adelante, en una postura incómoda. En la tele echaban informativos pero no se estaba enterando de nada. Solo estaba cansada.
Luego me dijo que había que acordarse de inflar las ruedas del coche, que están bajas; y que tampoco había toallitas húmedas para el niño. Fueron sus últimas palabras. Su corazón probablemente latía a ocho pulsaciones por minuto, como hacen unos murciélagos cuando hibernan. El yogurt me estaba sentando fenomenal porque hasta puse los pies en otra silla, dejándome atrapar por el sueño, antes de que el universo se viniera abajo. Allí estaba, en el balcón, vestida de lila, rodeada de estrellas. Esperándome.