Cuando vuelves a casa de tus padres por Navidad te encuentras cosas rarísimas, principalmente a tus padres, a los que la edad obliga a interpretar un guion cargado de tareas cada vez más inútiles y preocupaciones intempestivas, que uno contempla como el derrumbe de un imperio. Te abrazan con fuerza al llegar y aún más al irte, como si abrieran y cerraran un paréntesis, que en el coche vuelves a leer una y otra vez por si acaso no encerraba un inmenso silencio.
Te pasas el día esquivando muebles como meteoritos de lo que un día fue tu reino de fantasía en una historia que creíste interminable. Observas las estanterías como un insecto. El niño de las fotos, de lana y en sepia, te mira como a otro extraño. Manoseas recuerdos que un día abollaste arrojándolos por la ventana o por el váter. Extraes libros del mueble del salón que huelen a pegamento. Este año descubrí uno de 1973 sobre cómo será la humanidad en 2020. Hay libros que nacieron para ser leídos justo antes de que se desvanezcan, como las misiones del Inspector Gadget.