No tengo ni idea de si mi padre, cuando le pidió ‘de casar’ a mi madre, le prometió que la iba a querer toda la vida. Sé seguro que mi madre no lo hizo, aunque a cambio le prometió leche frita de postre hasta que la muerte les separara. Está acreditado que mi madre incumplió su promesa desde la primera semana, así como que va camino de cumplir lo que no quiso prometer, y evitar que mi padre se fugara a una repostería.
Semanas antes de la boda, mi padre cometió un error imperdonable en la típica comida de domingo en casa de sus suegros. Mi abuela, informada por su hija, le preparó leche frita de postre, y a mi padre se le ocurrió decir que, aunque estaba buenísima, la de su hija era mejor. Quizá pensó que era un cumplido, o que a quien iba a importa sacrificar un alfil por la reina. Salvo que seas el alfil. Mi abuela tenía fama de buena cocinera, cosa que nunca pude comprobar, pero que confirma que durante aproximadamente veinte años, lo que equivale a mil domingos, lo que equivale a mil postres, lograra que mi padre no volviera a comer leche frita como que me llamo Celia.