En realidad no era una ballena sino un autobús blanco. Aparcaba junto a los jardincillos más próximos al río Miño, donde los curas paseaban antes de las clases de la tarde, lo que le permitía echar la mañana oculta bajo la niebla, como si durmiera en el lecho de un vaso de leche.

En Moby Dick está todo, pero especialmente el miedo y la crueldad humana, como también en aquel autobús. En clase esperábamos por orden alfabético y con la autorización sobre la mesa. Cada vez que alguien regresaba de la ballena nos abalanzábamos sobre él para que diera testimonio, siempre humillante y desgarrador de las torturas. Muchas veces alguno se desmoronaba y se echaba a llorar, o incluso algo más denigrante ante un grupo de chicos de entre diez y once años, falsificaba la firma de sus padres para liberarse de la ballena.

Moby Dick, en EL MUNDO