«¿Silla? ¿Qué silla?»

La silla en la que trabajo es robada. Mi amigo F. había decidido dejar la empresa que dirigía porque estaba muy descontento con su propia gestión; y el día antes de que enviaran a su sustituto se llevó la silla. No recuerdo a qué se dedicaban pero diría que a matar insectos, o a algo muy aburrido, porque la única anécdota que le recuerdo contar del trabajo fue el día que entre todos los empleados mataron a pisotones un escarabajo; lo recogieron con un folio, limpiaron las tripas del suelo con un clínex, y lo tiraron a la papelera, hasta que a los pocos minutos lo descubrieron trepando completamente recuperado, como un Terminator.

Celebrábamos el autodespido de mi amigo hasta que, a las tantas de la mañana, propuso hacer una última visita a su despacho. Luego me pidió que le esperara en la calle y, al poco, bajó con un sillón. De esos de director, enorme, de cuero, acabados en acero cromado, mecanismo basculante y respaldo ergonómico. Yo odio las sillas demasiado cómodas porque se eterniza el trabajo. Con una silla incómoda estás deseando acabar cuanto antes. Una vez tuve una novia que no paraba de cuestionarse nuestra relación hasta que se sentía infeliz. Entonces se tranquilizaba.

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La pistola del abuelo

El sábado pasado Mathias se levantó muy temprano, o muy tarde, para los que estábamos en Galicia y no en Montevideo. Había repasado el discurso en la cabeza y se marchó a la panadería del abuelo, en el barrio de Conciliación, con la embarazosa misión de quitarle una pistola. Supongo que uno descubre que tiene 85 años cuando nadie más sabe apreciar que has tenido una idea brillante.

Mucho antes, como setenta años antes, había tenido otras ideas brillantes, como cuando decidió ir a las fiestas de Tamallancos y conoció a Milucha, la mujer de su vida. Y le preguntó si quería bailar, como tantas otras veces en las que sin querer acabas preguntando si quieres embarcarte en la aventura del resto de tu vida.

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Volver con tu ex

Acabo de suscribirme a una página web de vídeos y dibujos animados hentai, el manga pornográfico japonés. Lo descubrí por un cargo del banco, y les llamé enseguida por si podíadenunciar el uso fraudulento de mi tarjeta, o por si tenían mis claves de acceso a la web.

Debe estar bastante bien porque me ha costado 52,90 euros, más 1,85 de comisiones por divisa no euro, aunque ni siquiera sé si es por un año, o por un día, o de por vida. El banco me ha dicho que tardará seis días en descubrir si soy una víctima o un viciosillo. Lo mismo que tardaron en descubrir si era una víctima de las compañías de seguros, o un tipo atemorizado por la destrucción anual de su pantalla de móvil. Incluso lo mismo que tardaron en descubrir que había descubierto lo caras que eran sus tarjetas de crédito gratuitas.

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Acero azul

Qué difícil es aguantarle la mirada a Aznar, y ya no digamos aguantar a Aznar. Desde la llegada de Pablo Casado a la presidencia del PP, Aznar ha asumido la secretaría general de miradas, bien sea para unir o para acojonar (ya nadie aprecia la diferencia) al centroderecha.

Con Rajoy, el ex presidente había visto cómo unos tipos entraban en su casa a desvalijarla, y por fin se siente libre para ir a mítines a disparar miradas a diestro y siniestro; y esperar los aplausos o, tomándole la palabra a Vox, la medalla al mérito civil.

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El asunto

Hace como doce años, una becaria me mandó un correo electrónico que ponía «tetas» en el asunto. Recuerdo que lo abrí esperanzado, pero allí no había ninguna teta, sino algo tremendamente aburrido, como una noticia, o una petición de libranzas. Acababa de descubrirme el marketing viral. Un poco más abajo se explicaba: «Disculpa, pero pensé que así lo leerías enseguida». Aquello me hizo reflexionar, y replantearme cosas sobre mi vida, como si merecía la pena empezar a abrir correos con otros asuntos.

Aún conservo relación con la becaria. Le ha dado por crecer, y ya tiene dos hijos, lo que demuestra que su crueldad no tiene límites. Una vez creí haber ligado en la inauguración de una exposición. Yo miraba un cuadro y una chica se acercó por la espalda. Me sonrió con coquetería y empezó a hacer comentarios sarcásticos sobre la pintura con una copa en la mano, como en una peli de Woody Allen. Se lo comenté a un compañero, que fingía mirar un cuadro para poder beber, y me reveló que la chica era nuestra becaria desde hacía pocas semanas. Salí de allí enseguida. La chica debió tardar un poco más porque, cuando la volví a ver, hace dos fines de semana, yo estaba en un cumpleaños con mi hijo, y ella era la madre de dos, mientras le daba al tercero la teta.

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A ver amanecer

Ver amanecer es una de las peores cosas que uno puede hacer por las mañanas. Por culpa de eso, mi padre, dice que una vez vio un Ovni. También puedes encontrar pareja, o perderla, porque lo que parece una buena decisión a las tres de la madrugada casi nunca lo es a las siete. A esa hora, con las calles mojadas y una melodía de escobillas del camión de la limpieza, aciertas por agotamiento, porque hay que estar muy lúcido para fracasar en la oscuridad.

Por eso nunca tomo decisiones importantes en esos aeropuertos que nunca duermen, y la gente sobrevive con luz artificial, en un eterno mediodía de Duty Free. O en los aviones durante un trayecto largo, en el que ves amanecer y anochecer sin sentido, porque pienso lo mismo que John Glenn orbitando la tierra en un cohete del tamaño de una cabina telefónica, que Dios hizo cada parte de mi cuerpo con el proveedor que le ofreció el presupuesto más barato.

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No es lo que parece

Una vez una chica me convenció para que engañara a mi novia con la frase: «Me arrepiento más de lo que no hago, que de lo que hago». Luego se convirtió en mi novia y me engañó con otro, lo que me enseñó que la justicia divina existe, y que tengo que prestar más atención a lo que me dicen.

Tras recoger decenas de testimonios, está claro que una de las principales razones de los que caen en la tentación es lo mal que les va en sus relaciones, cosa que la mayoría ni siquiera sospecha hasta después de cometer el engaño. El siguiente paso consiste en reducir el grado de infidelidad, que coincide con el grado de culpabilidad, hasta lograr la excelencia negando los hechos, a veces incluso en los preparativos para que vuelva a suceder.

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Moby Dick

En realidad no era una ballena sino un autobús blanco. Aparcaba junto a los jardincillos más próximos al río Miño, donde los curas paseaban antes de las clases de la tarde, lo que le permitía echar la mañana oculta bajo la niebla, como si durmiera en el lecho de un vaso de leche.

En Moby Dick está todo, pero especialmente el miedo y la crueldad humana, como también en aquel autobús. En clase esperábamos por orden alfabético y con la autorización sobre la mesa. Cada vez que alguien regresaba de la ballena nos abalanzábamos sobre él para que diera testimonio, siempre humillante y desgarrador de las torturas. Muchas veces alguno se desmoronaba y se echaba a llorar, o incluso algo más denigrante ante un grupo de chicos de entre diez y once años, falsificaba la firma de sus padres para liberarse de la ballena.

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Leche frita

No tengo ni idea de si mi padre, cuando le pidió ‘de casar’ a mi madre, le prometió que la iba a querer toda la vida. Sé seguro que mi madre no lo hizo, aunque a cambio le prometió leche frita de postre hasta que la muerte les separara. Está acreditado que mi madre incumplió su promesa desde la primera semana, así como que va camino de cumplir lo que no quiso prometer, y evitar que mi padre se fugara a una repostería.

Semanas antes de la boda, mi padre cometió un error imperdonable en la típica comida de domingo en casa de sus suegros. Mi abuela, informada por su hija, le preparó leche frita de postre, y a mi padre se le ocurrió decir que, aunque estaba buenísima, la de su hija era mejor. Quizá pensó que era un cumplido, o que a quien iba a importa sacrificar un alfil por la reina. Salvo que seas el alfil. Mi abuela tenía fama de buena cocinera, cosa que nunca pude comprobar, pero que confirma que durante aproximadamente veinte años, lo que equivale a mil domingos, lo que equivale a mil postres, lograra que mi padre no volviera a comer leche frita como que me llamo Celia.

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Bésame, tonta

Pocas cosas más tiernas que los besos de abuela, especialmente si son muy desagradables. De esos que escarban en las mejillas con los labios como para enterrar un tesoro o redactar una novela. No son besos, son un legado, una forma como otra cualquier de intentar pasar a la eternidad, la transmisión de un gen por vía tópica.
Yo temblaba cuando la abuela Amparo aparecía con sus amigas rumbo a mi cara. Llegaban precedidas de perfumes narcóticos, que te dejaba tan aturdido que podrías perfectamente ser sacrificado conforme a la ley islámica, y vendido en una carnicería halal. Te agarraban la cara con las dos manos, grabando huellas del oro y piedras preciosas, y después las usaban como parapeto del maquillaje, para besarte sin tocarte la cara; de forma que los besos se reducían a su manifestación onomatopéyica, que entraba en los oídos como metralla. Cualquier error en la ejecución se pagaba con pañuelo de tela con saliva.

Bésame, tonta